Salón amplio, estamos en el Siglo XXI d.C. pero también en el Siglo V a.C..
A la izquierda Electra, a la derecha Antígona. Adelante, al centro, Medea.
El público alrededor.
El piso es de cemento. Pero suave, casi subterraneo, se escucha el murmullo
de un río.
ELECTRA: ¿Habrá hecho bien mi madre en matar al que me engendró? ¿es acaso
él mi padre? busco entre nieblas el rostro de aquel que gestó mi cuerpo. ¿Es
acaso sólo el que ha puesto el semen mi progenitor? No. Yo nací denuevo: del
sudor y del sol.
ANTÍGONA: ¡Ay de mi! condenada hija del soberbio Edipo. Sobre mis hombros
el horror de un padre que arruinó una nación por su estupidez y ceguera.
¡Cerrar las compuertas del cielo! ¡dejarnos morir arrancándonos los ojos unos a
otros! No merecemos escuchar a los oráculos, no merecemos que los dioses nos
hablen. El poder nos ha corrompido, arrastramos los brazos por la tierra que ya
no nos cobija. Los buitres se comen la carne de mi hermano y mi hermana una
santurrona que no hace más que besarle el culo al poder. ¡Que la peste nos
cubra! con democracias despóticas como esta ya no merecemos vivir.
MEDEA: Veo en sus corazones las sombras, desconsoladas gimen yermas y
divididas por el desierto. Si tan solo pudieran unir sus lazos. Si tan solo sus
vientres conjugaran los azares de la vida con el néctar de la ternura,
encontrarían el consuelo que tanto buscan. Pero despotricadas como perros
salvajes rumean la locura y caminan en círculos. Respiraré sobre sus almas
perturbadas hasta encontrar la forma, no de acallar sus voces, sino de lograr
que salgan limpias y seguras como el canto de los arroyos que buscan el mar.