¿Cuál es el nivel de violencia que puede soportar nuestro cuerpo? ¿Cántos machaques, moretones, caídas, empujones en el subte, en el bondi, en el microcentro podemos aguantar? ¿Basta gritar, patalear, escupir bílis, refunfuñar como para desquitarse?
Alguna vez leí que la violencia es una energía que se retroalimenta: si escupimos una puteada bien desde las víceras aquel que me escuche se habrá tragado todo el caudal de violencia del que es capás un hombre y, acto seguido, no tendrá más opciones que apalstar a otro ser humano [¿todavía podemos llamarnos seres humanos? ¿o ya somos una masa amorfa subterránea? ¿o una piedra de tensiones que con su torpeza no puede más que entorpecer los movimientos de esas otras piedras amobulantes que intentan desesperadamente almorzar comida prefabricada en el espacio anterior a volver a la oficina?] con ese yugo que le hemos regalado.
La salida que hemos encontrado es quizás aun más tétrica: gyms en dónde el culto al cuerpo nos recuerda –una vez más– que lo único que le importa al mundo de mi es la imagen que puedo mostrarle, clases de yoga prefabricada, incomunicación disfrazada de Iphones, MP4, MP5, MP5568… buscamos desesperadamente oasis en medio de la contaminación visual [la chica sonríe espeléndidamente, el chcio la ama, es poderoso, son poderosos], auditiva [“Personal es tu forma de comunicarte” “Si lo conocés, lo votás. Filmus” “Cadena TOP40 la radio más joven con vos” "¿yo? yogurt..."].
¿Qué sucedería si no cooperáramos con ninguna acción humillante? ¿Qué pasaría si lanzáramos burbujas de amor, de comprensión, de hermandad? ¿Qué cambio ocurriría en el mundo si aprendiéramos a precibir al otro, a tener en cuenta su cuerpo, su dignidad humana, el espacio específico que ocupa en el mundo y que –por mucho que intente comprimirse– no puede dejar de ocupar?
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