El mito que plantéa, cuál bandera de consigna política, que El Artista crea únicamente desde la profunda emoción es un falso mito. ¿Es acaso el artista sólo una enorme bolsa de emociones? ¿cómo hará para comunicarle a otros y otras sus emociones, propias y personales, si utilizar un lenguaje común, si darle una forma reconocible, comunicable?. Extrañamente estos sujetos, que levantan con fervor la bandera de la pura emoción, no eligen quedarse en su casa escribiendo un diario íntimo, o realizando en el living un despliegue magnífico de toda su capacidad emocional. Eligen ser artistas, crear arte.
Utilizan el lenguaje, porque sin lenguaje no hay forma de que podamos comunicar nada. Y no estoy acotándome al lenguaje escrito o verbal, como todos sabemos el cuerpo también tiene su lenguaje y como todo lenguaje tiene que ser aprendido para poder ser manejado. Goethe escribió: “Todas las formas son semejantes, y ninguna es parecida a las otras, de tal modo que su coro orienta hacia una ley oculta.”[1]
No busco plantear la unificación de las formas ni de los discursos, pero si apuntar a lo que nos une como sujetos, a fomentar la percepción de las distintas áreas del sujeto que forman un sistema que se repite inevitablemente en otros y otras. Esta percepción ya observada, sentida y rastreada por muchos autores, me inspira el deseo de que los artistas nos acerquemos a una obra más integral, que tengamos la habilidad de crear espacios, objetos, textos, acciones que calen más hondo en los cuerpos de los espectadores y de los creadores. Para que el arte realmente modifique a la sociedad y a la cultura es necesario que primero nos modifique a nosotros mismos, a nuestras percepciones, a nuestra forma de abordar las obras de arte.
Creo que el falso mito de la pura emoción –está claro que la considero un elemento fundamental de la obra de arte, pero no el único– está basado en una disociación del sujetos creador. En una sociedad individualista en la que parece que somos tan únicos que nada nos une ni a otros ni a otras, accionamos desde nuestro yo disociado. Creemos, y en verdad a veces lo creemos fanática y torpemente, que podemos separar las áreas de nuestra vida. Que lo que almorzamos no tiene nada que ver con lo que escribimos, que la bocina esa que hizo que te taparas los oídos no rebota durante varias horas dentro de tu cabeza, que podemos corrernos de nuestra historia y de la Historia (social, política, nacional, mundial) como si no estuviéramos constantemente atravesados por ellas. Esta es la base de pompas de jabón de nuestro proceder disociado.
No hay forma de que las áreas de nuestra vida no estén constantemente en interacción. Somos un todo: cuerpo, razón, emoción y energía o alma (como fuese que quieran llamarla) interactúan constantemente. Y en la medida en que creamos que sólo una de estas partes es la que crea nuestras obras, ellas estarán vacías de lo profundamente humano. En cambio, en la medida en que más trabajemos para conocernos a nosotros mismos, para conocer a la humanidad, más probabilidades tendremos de llegar a lo jugoso de la cuestión. Más libres seremos, en la medida en que menos negamos nuestro propio ser integral, y por lo tanto más libre y pregnante será nuestra obra.